Si total, solo es un minuto.

Se llamaba Manuel y, como dirían en un mal artículo de prensa, era amigo de sus amigos. Había nacido en el seno de una familia humilde, donde su padre trabajaba de mecánico de maquinaria industrial y su madre limpiaba por horas en varias casas y cuidaba a una señora impedida. De su padre había heredado la pasión por los motores y las máquinas, de pequeño pasaba horas con él en el taller y con pocos años sabía muchas de las partes de un motor de un coche. De su madre aprendió a ser cuidadoso con los detalles del trabajo y a esforzarse día a día por hacerlo mejor.

Su juventud transcurrió como la de cualquiera de nosotros: estudios, fiesta, videojuegos y los primeros amoríos. Sus padres con mucho esfuerzo le regalaron un viejo scooter y así tuvo su primer trabajo como mensajero, trabajo con el que ayudaba en casa pues era un joven responsable, ya que incluso a la vez que trabajaba estudiaba un FP de mecánica donde sacaba muy buenas notas.

Con 20 años conoció al amor de su vida, Marta, con la que unos años después se casaría, en una boda humilde pero llena de emotividad, rodeado de su familia y con sus, ya ancianos, padres.

Manuel era un trabajador responsable, cumplía con sus obligaciones, era un buen compañero y si había que quedarse alguna hora más en el trabajo lo hacía con pasión. Solo había un pero, era de los que consideraba que la prevención era una pérdida de tiempo, y no era por su propia naturaleza si no por lo que veía a su alrededor en todas las empresas en las que había estado: en unas lo llenaban todo de carteles de “cero accidentes” y era lo único que le importaba a la empresa y si tenías un accidente te cambiaban de puesto o te mandaban de vacaciones a curarte en casa, en otras se había tenido que comprar sus propios EPIs, en algunas había ido a cursos donde solo se firmaba la asistencia y ni siquiera le había dado el diploma al irse (un día, en un curso que si le dieron, el profesor le explicó que tenía derecho a tener el diploma pues parte del pago del curso salía de su nómina, cuando se lo reclamó a la empresa lo amenazaron con que pasaría a la lista negra del sector…).

A Manuel se le podía considerar un trabajador relativamente seguro, pero era de un modo instintivo o por sentido común, pero claro, el sentido común no te indica que peso máximo puede llevar tu carretilla, o que la máquina puede volcar si llevas el mástil elevado en un giro y, por supuesto, su “sentido común” le decía que no era buena idea llevar el cinto, pues en caso de vuelco así podría escapar de la carretilla.

Así pues, Manuel era uno de tantos trabajadores en España, que creen que la prevención es una especie de impuesto revolucionario que hay que pagar para trabajar y que creía que la seguridad es solo sentido común, que a veces es el menos común de los sentidos.

Manuel llevaba unos días muy feliz: iba a ser papa, y la verdad estaba orgulloso pero a la vez un poco desconcentrado y nervioso. En su puesto, era jefe de almacén de un centro logístico las distracciones no eran buenas compañías, ya que se encargaba de gestionar los stocks, hacer los envíos y también cuando podía cogía la carretilla elevadora pues le encantaban las máquinas, de hecho, aunque creía la que la formación era una pérdida de tiempo y que solo se necesitaba práctica, se había hecho un curso que encontró por Facebook de 5 X 1 donde en 4 horas a él y a otras 20 personas les “enseñaron” a usar carretillas, plataformas elevadoras, apiladores, camión grúa y puente grúa. En ese curso el profesor solo les hablo de Reales Decretos incomprensibles y de “tres o cuatro chorradas” como las de poner el cinto en la carretilla o el arnés en la plataforma, además se veía que no tenía práctica ninguna con las máquinas, de esos técnicos de prevención que te dicen como tienes que usar una máquina que ellos mismos no saben conducir…

La mañana en la que todo empezó, pero también terminó, Manuel estaba más distraído si cabe, ya que Marta estaba fuera de cuentas, pero parecía que el bebe se resistía, en el almacén era un día complicado con pedidos y más pedidos, una auditoría de seguridad en la que había que rellenar un montón de papeleo para que diera la impresión de que era lugar de trabajo seguro (nadie había visitado los estantes del fondo del almacén que estaban que se caían de viejos que eran) e incluso había dos carretilleros de baja. Así pues Manuel estaba a tope y esperando la llamada para ir al hospital, circulaba un poco más rápido que de costumbre y la verdad el almacén estaba desordenado y con manchas de líquido por el suelo, así que algún derrape estaba dentro de lo posible, fue entonces cuando sonó el teléfono y Manuel se olvidó de todo, solo quería descolgar el teléfono que zumbaba solícito en su bolsillo, le dio igual ir rápido, llevar la carga elevada y girar en un pasillo que sabía que estaba lleno de irregularidades en el suelo, pues total, como siempre, solo es un minuto. Pero no, no fue un minuto, solo fue una fracción de segundo: tiempo suficiente para crearse un universo, destruirse otro, nacer su esperado hijo y morir Manuel aplastado bajo la máquina al no llevar cinto.

Manuel nunca llegó a descolgar su teléfono, nunca pudo ver a su hijo y ni siquiera pudo darse cuenta de que todo había terminado. El accidente fue como siempre investigado, pero ¿para qué sirve investigar, si solo se busca a quien culpar y de ello no se aprende para evitar que suceda de nuevo?.

Marta quedó viuda, los padres de Manuel destrozados y su hijo recién nacido no podrá aprender tantas cosas de su padre y, tal vez, crezca culpando a la prevención de riesgos y a los responsables de que no se cumpla, pues nadie le enseñó a su padre por qué se deben hacer las cosas con seguridad y cuál es la razón de que simplemente parezca un negocio obsceno donde se paga por un titulito.

Damián Cuadrado Rodríguez